Un cuento a cuatro manos…
Ella llega, con su pelo suelto, a conquistarlo todo. Como un torbellino arrastra a su paso los cuerpos inertes de los amantes que la han buscado mientras oculta en sus manos el arma homicida.
Se cuenta en los pueblos que miles han intentado capturarla y, sin embargo, nadie ha conseguido detenerla. Incluso peor, ninguno ha logrado escapar con vida. Sus balas tienen el color rojo de sus cabellos y en cada cuerpo estampa tres besos. María, le bautizan los bandidos. Las mujeres le rezan y los hombres le temen.
Con el tiempo que lleva marcando rayitas en el espaldar de su cama (de cinco en cinco: cuatro verticales y una diagonal que las atravesaba) ya la gente debería haber aprendido que es mejor evitarla, pero ella es una mala idea muy atractiva, como las borracheras o los poemas de Bukowski.
Bebía leche en el desayuno, comía poetas en el almuerzo y aventureros en la cena. No dejaba un hueso, ni rastro. Conservaba, sin embargo, como trofeo, souvenirs de todas las latitudes y poemas de todos los sentimientos y estados de ánimo. Tenía arena de El Cairo, chocolates suizos y rosas de Lima. Leía, antes de dormir, versos sobre ella que hablaban de deseo, de odio, de añoranza. No atesoraba líneas de decepción: nadie vivía lo suficiente como para desilusionarse.
¿Cómo lo lograba? Poniendo el pecho para que las víctimas atacaran primero. Regalaba libros, escribía versos, sonreía sin malicia y se mostraba posible. Pero tenía reflejos de cobra, y cuando el rival aventuraba una estocada recibía un relámpago que lo dejaba tieso, una luz cegadora, un disparo de nieve.
En la madrugada volvía a su guarida, agotada, con el estómago lleno y con el corazón conforme. Cuando se acostaba a leer sus poemas-trofeo, lloraba. No se le tensaba el rostro, no suspiraba, solo corría una lágrima que tal vez ella no notaba, imperceptible como el crecimiento del cabello. Nadie sabe si lloraba de conmoción por la belleza de los textos o por remordimiento, pero su llanto demostraba que tenía corazón.